En La Redonda, cuando nos referimos a los niñ@s, hablamos de “nuestros expertos”;  “nuestros expertos” opinan esto “nuestros expertos” hicieron lo otro. Pareciera un chiste interno, un nombre simpático que los sube de categoría y nos pone a nosotros a su servicio.  Pero lo cierto es que no es mera casualidad, porque la espontaneidad de los niños en gran medida los hace expertos: expertos en emitir señales y marcar la ruta.  Expertos en mostrar sus necesidades, intereses y deseos. Expertos en hablar sin hablar sobre su estado anímico o sobre su disposición a aprender.

Y entonces me detengo y pienso que los estudiantes -o aprendices- no son ellos. O al menos no los únicos.  Hay otros aprendices, un poco más altos y pesados, que somos nosotros, los adultos.  ¿Qué somos capaces de abstraer de la observación de los niños? ¿Qué nos muestran? ¿Qué ruta nos están marcando? ¿La vemos o estamos como los carneros, corriendo al punto al que nosotros queremos llegar, o al punto donde nosotros queremos que ellos lleguen?

Pero adoptar una actitud de aprendiz no es tan fácil como suena. No al menos para mí. Pienso que algo tiene que ver con el hecho de que en el sistema donde yo aprendí (o más bien donde me “eduqué”), la confianza en las necesidades o intereses que uno expresaba era tambaleante y escasa. No había un espacio real para validar frente a los adultos nuestro impulso creativo (con impulso creativo me refiero a la expresión de nuestro ser, de nuestra personalidad, de nuestros intereses, de nuestras dudas).  El espacio planteado era más bien seguir al carnero sin dudarlo, aunque fuese al precipicio. Hacer lo que se debía. Lo que se esperaba. Lo que te decían. Lo que supuestamente era correcto… Y no puedo sino preguntarme: ¿dónde tiene cabida ahí el lazo mágico que tenemos con nuestra voz interna?

Como adulta, pienso que el desafío para adoptar realmente una actitud de aprendiz es confiar en la naturaleza sabia y creativa de los seres humanos, especialmente de los niñ@s: confiar en que los cuerpos, los movimientos, los gestos, mucho más allá de las palabras, se expresan con sabiduría.

No creo que haya recetas perfectas ni métodos mágicos para que todos aprendamos más y mejor. Pero sí tengo la convicción del poder infinito de un vínculo amoroso, de confianza y colaborativo, donde se respire una actitud de aprendiz, especialmente desde el adulto.

Tenemos la maravillosa oportunidad de modelar, de ser puentes para que las infancias de hoy puedan habitar un mundo que -independiente del escenario y los desafíos-, sea más compasivo, amable y colaborativo. Seamos aprendices más que educadores… ¿Cómo? Tal vez ayude recordar la instrucción que damos en La Redonda antes de contar los cuentos: “…las orejas despejadas, la boca bien cerrada, y los ojos muy abiertos…”

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